Si no hace demasiado tiempo comentábamos garitos culinarios de Atomarporsaco El Bages, hoy empezamos una serie sobre garitos culinarios de Atomarporsaco Ripollès. Que a su vez está en a tomar por saco p’arriba, por lo que es un atomarporsaco fractal. Pero se nos está yendo un poco la olla por las ramas. No negaremos que pueda ser por la resaca del año nuevo, así que vamos a concretar. O al menos intentémoslo.

El Ripollès ofrece multitud de posibilidades gastronómicas. Y también de irse a tomar por saco, pero bien. Hoy intentaremos explicar qué pasa cuando la Luna entra en la séptima casa y Júpiter se alinea con Mart… no, esperen… Hm. 

Decía que hoy intentaremos explicar qué pasa cuando te vas a comer a Camprodon, Ripollès. Lo primero y más importante que tienen que saber: de entrada no. Así, en general. 

¿No nos creen? Allá ustedes. Nosotros lo intentamos. Por suerte llamamos antes, por aquello que decíamos en el último capítulo: sabe más Chicotte por hideputa que por viejo. Y es que durante nuestra estancia en la villa, por la tarde, nos hicimos partícipes al respecto de una especie de convención de institutos. O quizá era que el flautista de Hamelín volvía a hacer de las suyas. Las calles estaban plagadas de adolescentes en vacación, llenando hasta los topes cualquiera de los menos de media docena de establecimientos abiertos. Así que en previsión, y tras descubrir un antro novecentista que parecía interesante, llamamos para preguntar.

—Digui?

—Holabuenastardes. ¿Es el antro tal y cuál?

—Sí.

—Ah, mire, llamaba para preguntar si mañana por la mañana abren, para venir a desayunar.

—No, solamente para clientes del hotel.

—Ah, vale. ¿Y ahora tienen abierto?

—No.

—Ah… Bueno.

Y nos colgó el teléfono. Sin más. Sin decirnos directamente, “Miren, no queremos que vengan porque patatas, pero gracias por preguntar”, aunque la persona que nos atendió lo pensara intensa y fuertemente. 

Puede que estuviera de resaca. Puede que no quisiera trabajar allá. E incluso puede que estuviera hasta el coño de adolescentes vagareando por el villorrio, sin rumbo fijo ni otra faena que ocupar todas las mesas de todos los establecimientos de hostelería, pidiendo un refresco para compartir, y jodiendo a la concurrencia. O quizá simplemente esa persona estaba siendo ella misma, ejerciendo sus manierismos locales, y haciendo puntos para cambiar el gentilicio de Camprodon a “gilipollas del todo”.

Sea como fuere, finalmente conseguimos cenar… una pizza. Para llevar. Pero no fue ni la que nosotros queríamos, ni tampoco la que pedimos. Y no, no es la resaca. ¿Quieren saber cómo continúa la historia? No se pierdan el próximo capítulo: la pizza de Schrödinger.