Todos conocemos la leyenda. Tras la victoria ateniense en la Batalla de Maratón, Filípides volvió corriendo a Atenas, muriendo de agotamiento tras llegar a la ciudad y anunciar la victoria. La leyenda fue creada por el movimiento olímpico del Barón de Coubertin como una manera de promover la prueba de maratón.

Que sea una leyenda tiene poca importancia. Se han construido centenares de leyendas sobre hechos históricos difíciles de documentar con todo tipo de fines, algunos positivos, otros perversos. Pero lo que sí que es interesante es que posiblemente la historia de la verdadera maratón (si es que no es otra leyenda) es aún más épica.

El 507 a.C. llegaba a Sardis, la capital occidental del Imperio Persa, una delegación ateniense en busca de ayuda contra el eterno rival, Esparta. Recibida por Artafernes, el hermano del emperador Darío, este accedió a ofrecer su ayuda, previa la ofrenda siempre exigida: un regalo de tierra y agua, es decir, someterse a la autoridad persa. Desesperados y sin acabar de entender lo que significaba la ofrenda, los atenienses aceptaron. Atenas, que en ese momento era un lugar clave para Occidente tras crear el primer experimento democrático pero que para Persia no era nada más que un rincón remoto y mísero más allá de las fronteras de su imperio, pasaba a ponerse en el punto de mira de la superpotencia de la época. Años después, además provocaría su ira.

Desde hacía ya algunos siglos los griegos habían establecido múltiples colonias en el Mediterráneo, algunas de las más importantes en Jonia, en la costa occidental de la actual Turquía. Tras ser sometidas por Persia, en el 499 a.C. las ciudades jónicas se rebelaron, apoyadas por Atenas y Eretria. La revuelta fue sofocada brutalmente y el emperador Darío juró que haría pagar caro a Atenas su osadía. La leyenda cuenta que Darío encargó a un sirviente recordarle la traición ateniense en cada comida.

Los persas aún hicieron otro intento de someter a Atenas por la vía diplomática. En el 491 a.C. delegaciones persas recorrieron las ciudades griegas pidiendo la ofrenda de tierra y agua. La mayoría de las ciudades los recibieron y aceptaron someterse. La mayoría excepto Atenas y Esparta. En Atenas no solo rechazaron someterse sino que juzgaron y condenaron a muerte a los embajadores. Los espartanos ni siquiera se molestaron con un juicio y lanzaron por un pozo a los embajadores.

Darío tomó una decisión. Su imperio no podía seguir amenazado por lo que hoy llamaríamos un Estado terrorista dispuesto a no respetar las leyes internacionales e incluso a promover revueltas en su territorio. Y además del componente político, había otro espiritual. Darío, como el resto de su dinastía, había impulsado el culto zoroástrico a Ahura Mazda, representado por la luz y la verdad. Los griegos, con su falsedad y traición, eran unos sirvientes de Arimán, de la mentira que había que erradicar del mundo. A principios del 490 a.C. dio orden de poner en marcha la invasión y organizar una fuerza de 25 000 hombres y cientos de trirremes, algunos de ellos para más insulto aportados por las ciudades jónicas sometidas.

Las tropas y suministros fueron llegando a lo largo de los meses al punto de embarque en Cilicia y al llegar el verano la flota se puso en marcha. El hecho en sí no era alarmante. Muchas otras flotas persas habían salido de la costa cilicia y se habían dirigido rumbo norte hacia Tracia o el Mar Negro. Pero al pasar la isla de Samos la flota viró rumbo oeste. Ahora ya no había dudas. Se dirigía a Grecia.

Tras cruzar el Egeo la flota persa se dirigió al primer objetivo: Eretria. Los eretrios cometieron el error de no enfrentarse al desembarco y optaron por atrincherarse tras las murallas de la ciudad. Cinco días de dura lucha dieron esperanza de poder ganar, pero como siempre, el peor enemigo de un griego es otro griego. Al sexto día, dos aristócratas abrieron las puertas de la ciudad. Eretria fue arrasada y los supervivientes vendidos como esclavos.

El siguiente paso era atacar Atenas. El golfo de Eubea es estrecho y pasar de Eretria al continente era una breve distancia. Pero la costa en este punto es muy abrupta y a lo largo de una buena distancia las montañas descienden directamente al mar. Nuevamente un griego ayudaría a la flota persa. En uno de los trirremes viajaba con la expedición Hipias, el último tirano de Atenas, que señaló el punto más adecuado y cercano: una gran playa a unos 40 kilómetros de la ciudad con una llanura donde la caballería persa podría maniobrar libremente y con dos carreteras que rodeando el Monte Pentelikon llevaban hasta Atenas.

Llanura de Maratón hoy en día. Foto de annysuomo, CC BY 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=59779267

En cuanto llegaron las noticias del desembarco persa a Atenas, sus habitantes tuvieron claro que tenían que actuar. Quedarse a defender la ciudad no era una opción. Si los persas se hacían con las dos carreteras, su caballería podría moverse libremente por toda el Ática, la región de Atenas, arrasar todo y cercarlos. El ejército ateniense se puso en marcha y llegó a tiempo para atrincherarse en el extremo de la llanura e impedir el avance persa, con la ayuda de un pequeño pero simbólico refuerzo, 800 hombres de la ciudad de Platea, todos los que podían aportar.

Los días fueron pasando. Datis, el comandante persa, tenía que pensar alguna solución para el bloqueo en el que se encontraba. ¿Y si dejaba la mayoría de las tropas para luchar contra los atenienses mientras reembarcaba la caballería para ir directos a Atenas? El pánico que causaría esa caballería desembarcando en Falero, la bahía que hacía de puerto de Atenas, podría provocar que algún aristócrata se viniera abajo y abriera las puertas, como había ocurrido en Eretria. Más aún en una ciudad como Atenas, donde la revuelta democrática había desplazado a los aristócratas y creado un enorme resentimiento. Y mejor aún, teniendo a Hipias para llamar a la razón a los de su clase social ante las murallas.

Una noche se empezó a oír un tremendo rumor de pasos. Los persas estaban en movimiento. Y los espías griegos anunciaron otro hecho aterrador: la caballería había desaparecido. El plan persa estaba en marcha. Los generales atenienses comenzaron a despertar a sus hombres. En una hora se enfrentarían a los persas.

Los hombres se enfundaron en sus armaduras y cascos, la falange se formó y se dio la orden de avanzar. Comenzó la lluvia de flechas y jabalinas persas. A 150 metros de la línea persa las tres primeras filas de la falange bajaron las lanzas y los atenienses comenzaron a correr.

El impacto fue devastador. Hasta ahora los atenienses solo se habían enfrentado a otros griegos, equipados como ellos. Estaban acostumbrados a que el avance se viera frenado de inmediato, escudo contra escudo, coraza contra coraza, y a que las lanzas saltaran en pedazos. Pero esta vez no fue así. Ante ellos tenían arqueros e infantería ligera persa que como mucho llevaba algunas protecciones de cuero. Algunos cayeron ante el empuje y fueron pisoteados. Otros ensartados por las lanzas griegas que al no romperse podían seguir clavándose y clavándose, abriendo cada vez más y más brechas en las filas persas. Al poco empezó la desbandada general. Solo aguantaba el centro, donde infantería persa algo más protegida podía ofrecer alguna resistencia. Pero al hundirse los extremos, las alas atenienses pudieron cerrarse sobre ellos. Al poco comenzó aquí también la desbandada general.

En la confusión de la huida muchos persas acabaron en el terreno pantanoso al final de la llanura y perecieron ahogados, posiblemente más incluso que en la propia batalla. El resto corrieron hacia los barcos, con los atenienses detrás de ellos. La batalla no sería una victoria real si la flota conseguía escapar.

John Steeple Davis – The story of the greatest nations, from the dawn of history to the twentieth century (published in 1900), Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=75078967

La lucha en la playa fue así tan encarnizada o más que el resto de la batalla. Pero los atenienses solo lograron capturar siete barcos. El resto volvieron al mar para unirse a los transportes de la caballería, que ya hacía horas que navegaban. Y en lo alto del monte Pentelikon los atenienses vieron un espejo hacer señales a la flota. Había una traición en marcha.

A cuarenta kilómetros de aquellos hombres que habían derrotado por primera vez a un ejército persa estaban sus casas y sus familias, desarmadas e indefensas. Sabían bien lo que había ocurrido en Eretria. Y sabían lo que Darío había dicho que haría con Atenas. La arrasaría, se llevaría todo lo de valor, capturaría a sus mujeres e hijas y las vendería como esclavas y finalmente castraría a todos sus hijos para que los atenienses desaparecieran para siempre. Nuevamente no había opción. Era media mañana cuando dejando atrás una fuerza testimonial y esclavos para limpiar el campo de batalla, aquellos hombres, cansados por una batalla, cubiertos de sangre y polvo, deshidratados por el calor de agosto, cargando sus armas y armaduras, se pusieron en marcha todo lo rápido que pudieron camino a Atenas, haciendo la verdadera maratón. 

Al caer la tarde ya estaban ante las murallas y justo a tiempo. Al poco comenzaron a llegar los primeros barcos persas. Durante unas horas la flota permaneció ante Falero. Finalmente al anochecer levaron anclas y se dirigieron al este. La invasión había sido detenida.

¿Y qué hay entonces de Filípides? Era ciertamente un gran corredor. Y antes de la batalla de Maratón hizo una carrera aún más espectacular que la que la leyenda le atribuyó. Pero eso es otra historia…

Túmulo funerario donde los griegos enterraron a sus caídos en la batalla. Photo by Tomisti – Own work, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=48252264