La costa noroeste de Escocia cae abruptamente al Océano Atlántico. Unas millas más al oeste y haciendo una cierta barrera frente al océano se encuentran las Islas Hébridas. Y todavía unas cuantas millas más al oeste, esta vez ya completamente expuesto, se encuentra el archipiélago de St. Kilda, o Hirta en gaélico.

Cuesta creer que unas islas tan pequeñas y aisladas pudieran ser el hogar de alguien. Son barridas constantemente por el viento y las olas del Atlántico, hay escasa tierra cultivable y no hay más recursos que las enormes colonias de aves marinas que la habitan, ya que la pesca era prácticamente imposible la mayor parte del año. Pero lo cierto es que St. Kilda estuvo habitada desde la Edad del Bronce a pesar de todas las dificultades. Se han encontrado restos de cerámica neolítica y una cantera de la época.

No hay muchas más evidencias de la vida en la isla en los siglos siguientes, lógicamente dado el aislamiento. Sin duda debió ser un lugar frecuentado en la era vikinga ya que sus habitantes hablaban un gaélico con fuerte influencia del nórdico, pero de esta época no hay más evidencia que un documento de 1202 de un clérigo islandés que menciona las islas Hirtir.

Y de 1202 saltamos al primer informe escrito de una visita a la isla en 1549 por parte de Donald Munro, un clérigo escocés. En este escrito se revela que en algún momento St. Kilda había pasado a ser propiedad del clan MacLeod de la isla de Harris y que una vez al año el mayordomo de los MacLeod viajaba allí con un clérigo para recolectar las rentas y bautizar a los niños nacidos durante el año.

Así, los siglos iban pasando en St. Kilda sin más eventos externos que la visita anual del mayordomo o algún viaje de un habitante de las islas a las Hébridas por alguna necesidad, que realmente tenía que ser extrema para arriesgarse a cruzar esas sesenta y cinco millas marinas en un bote. A falta de otras maneras de comunicarse, de tanto en tanto los isleños construían un cajón totalmente forrado de brea para hacerlo estanco, ponían su correspondencia dentro y lo arrojaban al mar con la esperanza de que llegara a alguna costa o lo recogiera algún barco que se lo cruzara.

Tanto aislamiento provocó lo que siempre ocurre en una población aislada cuando de repente las visitas del exterior se vuelven más frecuentes. En el s. XVIII, con las mejoras en la navegación y el desarrollo de las industrias pesqueras y balleneras, las visitas de barcos a St. Kilda fueron creciendo. Inevitablemente esto trajo consigo la viruela, diezmando rápidamente una población de por sí escasa. La situación fue tan extrema que hubo que repoblar la isla con familias traídas de Harris.

Pero la tragedia más grave sufrida no vendría esta vez del exterior, sino al parecer de la propia isla.

A mediados del siglo XIX comenzó a ocurrir un extraño y trágico suceso. Los niños nacían aparentemente sanos pero menos de un tercio sobrevivía a los primeros días de vida. A partir del cuarto o quinto día dejaban de mamar. La garganta se paralizaba y el paladar se endurecía, a la vez que los músculos se retorcían y la mirada quedaba perdida. Algunos vivían pocos días, algunos pocos más, pero de media entre el octavo y el noveno día fallecían, llenando poco a poco el cementerio de pequeñas tumbas.

Registro de fallecimientos de St. Kilda de 1830 a 1846

Muchas especulaciones se hicieron sobre las causas de las muertes en la literatura médica de la época. Siguiendo la tendencia de la época sobre los aires viciados, muchos doctores atribuyeron la causa a la falta de ventilación de las casas tradicionales de St. Kilda. Pero esto incluso ya en la época se descartó debido a que cuando se construyeron casas nuevas con tejado de zinc y mejor ventilación, las muertes no disminuyeron. Por supuesto, algunos doctores pasaron a atribuirlo a los tejados de zinc. Otros apuntaron al continuo consumo de aves marinas y su alto contenido en aceite. Y por supuesto, tanto el reverendo como muchos devotos hombres de la isla lo atribuyeron al pecado y a los designios del Señor, mientras sus mujeres veían morir hijo tras hijo. Mujeres que a lo largo de su vida daban a luz a diez, doce e incluso veinte niños de los que solo sobrevivían uno o dos.

El motivo parece haber sido mucho más prosaico y menos espiritual. Los síntomas descritos encajan perfectamente con el tétanos neonatal. El motivo de tanta prevalencia del tétanos en la isla es hoy en día imposible de conocer, pero muy posiblemente el corte del cordón umbilical con cuchillos infectados de bacterias debía ser la causa del contagio.

Fuera cual fuese el motivo, esta continua pérdida del relevo generacional fue un duro golpe que se sumaba a la tentación del mundo exterior, aparentemente más cómodo y abundante, que los habitantes veían con cada visita de un barco. En 1851, con una población de unos cien habitantes, treinta y seis decidieron emigrar a Australia.

Se comenzó a hablar de la posibilidad de evacuar la isla, pero las décadas fueron pasando sin tomarse una decisión. El estallido de la Primera Guerra Mundial trajo nueva actividad con la instalación de una emisora de radio, pero a su vez aumentó aún más la tentación de alejarse de tantas privaciones y dificultades. La población cayó de 73 en 1920 a 37 en 1928. El golpe de gracia fue la muerte en enero de 1930 de la joven Mary Gillies por una apendicitis. El doctor venido de Harris no pudo llegar a tiempo por un temporal marítimo.

Los treinta y seis habitantes restantes redactaron una petición al gobierno y el 29 de agosto de 1930 fueron evacuados a Morvern, en la costa occidental escocesa.

Fotografía de 1926 de algunos de los últimos habitantes

Llegaba así a su fin una presencia humana en la isla sostenida durante milenios. La isla no quedó completamente deshabitada de todas maneras por mucho tiempo. En los años 50 se instaló una base militar permanente que hoy día sigue en uso. Declarada además como reserva natural, recibe visitas de turistas atraídos por el paisaje y las colonias de aves marinas. Y las antiguas cabañas de los habitantes, los últimos testigos de las espantosas muertes de los niños de St. Kilda, siguen allí, vacías y silenciosas.