La larga historia de dos mil años del Papado ha vivido situaciones de todo tipo. A pesar de la fachada de divinidad no deja de ser una institución humana con todos los fallos, momentos gloriosos y momentos viles que le corresponden. Dos ejemplos de estas extrañas situaciones son las vidas de los dos Papas que hablaremos, quizás no las más rocambolescas o relevantes, pero ciertamente interesantes.

Juan XII, El Joven Papa (pero no ese joven Papa)

Juan XII merece sin duda el calificativo del Joven Papa. Su fecha de nacimiento es discutible, pero las dos que se consideran correctas le dan igualmente el título. Según una de las fechas, accedió al Papado con 25 años. Según la otra, con 17.

Pero las similitudes con el Papa de la serie protagonizada por Jude Law se acaban aquí. Lejos de ser un huérfano, Octaviano (ese era su nombre civil) era hijo (algunos dicen que bastardo, de aquí las disputas sobre la fecha de nacimiento) del Duque Alberico II de Spoleto, que dominaba la Roma de la época, hasta el punto de decidir él la elección de un total de cinco Papas, incluyendo a su hijo. Esta última fue precisamente por los pelos. Enfermo de fiebres en el verano de 954, Alberico ordenó que le llevaran ante el altar construido sobre la tumba de San Pedro, reunió a los notables de Roma y les hizo jurar sobre los huesos de San Pedro que elegirían a Octaviano cuando muriera el actual Papa, Agapeto II. El 31 de agosto Alberico sucumbía a las fiebres.

Dice mucho de la autoridad indiscutible de Alberico que los notables romanos cumplieron el juramento. Cuando Agapeto II falleció en diciembre de 995, Octaviano fue elegido Papa, sumando así el poder espiritual al poder temporal que ya ejercía sobre Roma desde la muerte de su padre. Y he aquí el fallo principal de su Papado: su cero interés en el poder espiritual y su completa dedicación al poder temporal, intentando emular a su padre pero fracasando estrepitosamente.

Y es que Juan XII no es que no fuera un Papa modélico, es que no era ni una persona decente. Como dijo Edward Gibbon:

…leemos con sorpresa que el notable nieto de Marozia vivía en público adulterio con las matronas de Roma; que el Palacio de Letrán se convirtió en una escuela de prostitución; y que sus violaciones de vírgenes y viudas habían causado que las peregrinas dejaran de visitar San Pedro”.

Esto sumado a darle rienda suelta a gastarse el tesoro en apuestas deterioró rápidamente la posición de Roma. Los oportunistas no tardaron en ver la ocasión y Berengario de Ivrea, Rey de Italia, capturó Spoleto en 960 y empezó a atacar los territorios papales al norte de Roma. Juan XII no tuvo más remedio que pedir ayuda al Rey de Alemania, Otto de Sajonia.

Otto no desperdició la oportunidad. Llevaba años queriendo reconstruir el imperio de Carlomagno y esta era la oportunidad. Cruzó los Alpes con un numeroso ejército y el 2 de febrero de 962, la Candelaria, Otto y su reina, Adelaida, se arrodillaban ante el joven Papa para ser coronados en San Pedro. Uno de los Papas más réprobos y despreciables fue quien reinstauró el Sacro Imperio que duraría 950 años.

Otto trató de ser comprensivo con Juan y como un nuevo padre le insistió frecuentemente en reformarse. Obviamente una personalidad como la de Juan no podía aceptar ser tratado así, así que cuando Otto marchó de Roma dos semanas después no solo siguió con su depravación, sino que además se puso a negociar con Adalberto, el hijo de Berengario, contra el que Otto estaba combatiendo en ese preciso instante en los Apeninos. Otto mandó un enviado a Roma para averiguar qué pasaba y cuando esté dio un detallado relato de la lujuriosa vida de Juan, volvió a mostrar paciencia, dijo literalmente “es solo un muchacho” y decidió enviar una delegación con más poder, dirigida por el obispo de Cremona, Liudprand.

Luidprand no solo fue testigo de más de lo mismo, sino que además descubrió que Juan estaba dispuesto a ofrecer la corona imperial a Adalberto. Esto ya fue demasiado y Otto entró con su ejército en Roma en septiembre de 962. Juan huyó con Adalberto a Tivoli con las riquezas que pudo llevarse.

Otto convocó un sínodo y pidió que se presentaran testimonios contra Juan. Uno tras otro los religiosos presentes fueron relatando más y más depravaciones de Juan, no ya solo las carnales sino también detalles como que jugaba a los dados “pidiendo la ayuda de Júpiter, Venus y otros demonios”; no acudía a servicios de maitines y oficiaba misas sin comulgar él mismo. Otto escribió a Juan pidiendo que se presentara para defenderse de estos cargos, y Juan escribió una respuesta cuya gramática denota que la escribió él mismo. Haciendo ver que ignoraba la presencia de Otto en Roma, escribió lo siguiente:

El Obispo Juan a todos los Obispos. Nos hemos enterado de que queréis nombrar a otro Papa. Si lo hacéis, os excomulgo por Dios todopoderoso, y no tenéis ningún poder para ordenar a nadie ni celebrar misa”.

La respuesta del Emperador y del sínodo estuvo llena de ironía pero fue bien clara:

Siempre habíamos pensado, o eso creíamos, que dos negaciones son una afirmación, a no ser que tu autoridad haya debilitado la de los antiguos. Si Dios no lo quiera te abstienes de presentarte para rebatir los cargos, ignoraremos tu excomunión y te la aplicaremos a ti, ya que tenemos el poder de hacerlo”.


Los enviados imperiales que fueron a buscar a Juan a Tivoli se encontraron con que se había ido a cazar. No esperaron y volvieron a Roma, donde se convocó el sínodo por tercera vez el 1 de diciembre de 963, para dar su sentencia.

Pedimos a su majestad imperial que este monstruo, carente de cualquier virtud que redima sus vicios, sea expulsado de la sagrada Iglesia de Roma y que se nombre a otro a ocupar su lugar”.

El elegido fue el notario jefe de la Iglesia, León. Pero la elección no tuvo el éxito esperado. Todos sabían que era la elección de Otto, y monstruo o no, Juan era el monstruo de los romanos y no un extranjero nombrado por un emperador extranjero. Cuando Otto tuvo que dejar Roma en enero de 964, la revuelta no se hizo esperar y Juan volvió triunfante y dispuesto a vengarse. Sus rivales acabaron mutilados, los decretos del sínodo fueron anulados y un nuevo sínodo excomulgó a León, que huyó aterrorizado. Juan tuvo suerte y la campaña militar de Otto todavía le entretuvo hasta mayo. Pero ya antes de llegar a Roma, le llegaron las noticias de la muerte de Juan. Las opiniones de cómo habían sido estaban divididas. Unos decían que en pleno acto con una dama, tuvo un ataque; otros que el marido de la dama les sorprendió en el acto y arrojó a Juan por la ventana. Sea como sea, el desastroso papado de Juan había llegado a su fin. Tenía veintisiete años.

Celestino V, el Papa que no quería serlo

En el extremo opuesto de Juan XII podemos encontrar a Celestino V, quizás una de las personas menos preparadas para ser Papa.

Tras la muerte del Papa Nicolás IV en 1292, un cónclave de doce cardenales se reunió en Perugia para buscar un candidato. El cónclave duró nada menos que veintisiete meses y el elegido era del todo inesperado: Pietro del Morrone, un eremita de ochenta y cinco años y origen campesino que llevaba sesenta años viviendo aislado en los Abruzzos.

Ermita del Monte Morrone

Un grupo de cinco cardenales fue a buscar a Pietro a su ermita para darle la noticia pero se les había adelantado el rey Carlos II de Nápoles. Encontraron a Pietro al borde de un ataque de pánico, pero tras recuperarse y rezar durante horas, acabó aceptando el nombramiento y adoptó el nombre de Celestino V.

Desde el principio quedó claro que Celestino V era un pobre títere de Carlos II. Ni siquiera se trasladó a Roma y en su lugar se instaló en el Castello Nuovo de la bahía de Nápoles. Mandó construir dentro una pequeña celda de madera, el único lugar donde se sentía en casa. Solía negarse a ver a los cardenales, aterrado de su sofisticación y aire mundano. Cuando aceptaba verlos, tenían que dejar atrás el latín que Celestino no hablaba. No sorprende así que tras cinco meses Celestino anunciara su renuncia, la primera de la Historia y una de las tan solo dos que ha habido.

No parece de todas maneras que la renuncia fuera algo espontáneo. El gran planificador de esta renuncia fue el cardenal Benedetto Caetani. Se dice que Caetani hizo instalar discretamente un tubo en la pared de la celda de Celestino y que durante la noche, haciendo ver que era la voz de Dios, le decía a Celestino que tenía que renunciar  o acabaría en el infierno. Sea como sea, el 13 de diciembre de 1294 Celestino leyó la renuncia redactada por Caetani y solemnemente se arrancó las vestimentas papales.

No es así ninguna sorpresa que en el siguiente cónclave que apenas duró veinticuatro horas el sucesor fuera Benedetto Caetani, que asumió el nombre de Bonifacio VIII. Tan pronto fue coronado, Bonifacio anunció que se instalaría en Roma y que Celestino le acompañaría. El pobre Celestino estaba horrorizado. Esperaba poder volver tranquilamente a su ermita, pero no sería así. Tenía tantos seguidores de sus tiempos de eremita que Bonifacio temía que pudiera ser un foco de oposición, aunque sin duda no habría sido por voluntad de Celestino.

Bonifacio VIII

Y aunque parezca increíble, en el camino a Roma Celestino consiguió fugarse y se tardó en dar con él dado lo ágil que estaba para su edad. Traído ante la presencia de Bonifacio, Celestino pronunció una profecía:

Entraste como un zorro, reinarás como un león y morirás como un perro”.

Bonifacio encerró a Celestino en un castillo perdido en Fumone, donde falleció a los diez meses. Su profecía sobre Bonifacio se cumpliría al pie de la letra al cabo de los años. Pero eso es otra historia…