A veces la muerte le da alma a una casa. Vi una vez cómo una pequeña casa nueva con veranda recibía el alma de un hombre muerto. Las golondrinas volaban a toda velocidad entre las filas de casas nuevas. Volaban casi a a la altura del sombrero, salvo cuando hacían un giro en el aire propio de un estoque. Mientras volaban gritaban continuamente agudos chillidos de una fiera exultación.
Había unas cincuenta volando como si fueran por la superficie de un arroyo invisible coronado por unos pocos sombreros negros y muy ocasionalmente por una cara blanca que miraba al cielo. Y ninguna parte de las calles pasaba más de un segundo sin una negra ala creciente y un chillido. Se habían apoderado de la ciudad. Bajos sus prisas y gritos la gente de la calle se mantenía en silencio, caminando rectos y sin pensar y todos con aspecto de ancianos en contraste con la tumultuosa y violenta juventud de los pájaros.
Se me ocurrió al pasar las últimas casas que los pájaros debían estar corriendo y gritando igualmente cuando los vikingos asaltaron este camino hace mil años y que también pasaron así por encima de la cabeza de Dante en las calles de Florencia. En los guerreros y en el poeta había una vida clara y poderosamente similar a la de la garganta y el ala del pájaro, pero aquí todo era gris, todo estaba muerto.
Cuando llegué al puente que pasaba por encima de las vías del tren y llevaba a los prados me paré y miré a los pájaros que volaban sobre mi, sobre los metales que lentamente se curvaban; no podía cansarme de las alas y voces que rompían el aire muerto y crucé al otro parapeto para ver hasta dónde llegaban en la dirección contraria.
Entonces vi por primera vez una casa construida casi al borde del terraplén, que caía con mucha pendiente hacia las vías. Estas la separaban de la ciudad y mas allá solo se veían árboles alineando la carretera y campos a cada lado hasta los bosques que había en el horizonte. Era la última casa de la ciudad y una de las más nuevas.
Al no estar en una calle no necesitaba ser exactamente como el resto, cuadradas, perforadas por ventanas oblongas en dos lados y sin ninguna en los otros dos. Y sin embargo así era, con la excepción de que las ventanas más bajas daban a la vía del tren entre los postes blancos y delgados de una veranda. Un jardín no más grande que el área de la casa la rodeaba y este a su vez estaba limitado por una oxidada verja de hierro en todos sus lados.
Todas las ventanas estaban cerradas y la luz y el aire bloqueados por persianas pintadas de gris. La pintura blanca de los marcos de las ventanas y de la veranda estaba sucia, pero los ladrillos rojos de los muros seguían como nuevos y no los había tocado ni la vegetación ni ninguna mancha. Nadie había cultivado nunca el jardín.
Lo habían entregado a hierbas altas de la nada saludable baja categoría peculiar del suelo compuesto de escombros de obra y los tallos estaban enmarañados y caídos, recordando el cabello mojado de algo muerto. La puerta y la verja estaban cerradas. La veranda y la pintura blanca daban al edificio un aire pretencioso de ser una casa de veraneo.
Pero daba a las vías en el extremo de la ciudad, por un lado a la estación de tren, por otro lado al cementerio y a una alta chimenea. Parecía que nunca había estado habitada o que lo había estado poco tiempo y ahora estaba vacía; o que la habían usado cada vez un mes quizás media docena de familias. Sin duda nunca se había convertido en una casa. Era el cadáver, el cadáver nonato de una casa.
Más allá, entre las dos líneas de olmos y cada lado de ellas era campo abierto. La carretera también era vieja, hundida como el cauce de un río en el terreno arenoso y los olmos a cada lado la hacían oscura mientras se dirigía hacia el norte.
No había caminado mucho cuando llegué a un lugar en el que hacía tiempo que habían excavado el terraplén. Había un suelo arenoso suave y más allá un firme muro de arenisca naranja entrelazado por las rocosas y serpenteantes raíces de un gran roble que sobresalía por encima del muro. Y más allá del tronco el sol era un círculo escarlata en un cielo apagado en el momento del atardecer.
Todo estaba oscuro y tranquilo en este lugar excavado y estuve un buen rato mirándolo hasta que oí el llanto de un niño y vi a tres niños jugando en la arena. Habían cavado bajo el roble una cueva en la arena y un niño de pelo moreno y una niña rubia se llevaban pequeñas paladas, mientras el tercero estaba sentado quieto entre las raíces.
Se movían con seriedad y sin palabras y habría llegado a pensar que se ignoraban mutuamente si no se hubieran cedido el paso el uno al otro al ir y venir. Trabajaban como en un sueño y como si los moviera una energía invisible. Sus rostros tampoco tenían expresión y estaban concentrados; sus bien abiertos ojos parecían estar fijados en algo que viajaba siempre delante de ellos y que era invisible para mi. Tenían unos siete años. El otro no debía tener más de tres y no les hacía caso allí sentado, con la cara sucia de lágrimas y arena y con una bolsa de papel en el regazo.
De vez en cuando empezaba de nuevo a sollozar sin previo aviso y sin hacer más ruido que el petirrojo que cantaba sobre su cabeza. Cuando hacía esto la niña iba hacia él, le sacudía suavemente, cogía una cereza de la bolsa de papel y se la ponía en la boca. Con esto volvía a callarse durante un rato, sujetando el hueso de la cereza en una mano y frotándose los ojos con la otra.
Después de probar esta cura varias veces y después de que el sol escarlata hubiera bajado de los pálidos cielos, el niño empezó a llorar con más fuerza y lo de ponerle una cereza en la boca dejó de tener efecto. La tenía un momento entre los labios y no se enteraba cuando se caía, y lloraba y lloraba como si no viera nada, oyera nada, pensara nada ni sintiera nada. Tan solo lloraba.
Le pregunté a la niña: “¿Qué le pasa?”
“Quiere ir con su madre”, contestó.
“¿Dónde vive?”, pregunté mientras caminaba hacia el niño con intención de cogerlo en brazos.
“Allí”, respondió, señalando con sus ojos a la casa de la veranda.
“¿Y entonces, por qué no se va a casa?”, dije parándome y pensando de nuevo en la casa.
“Su padre está muerto”, dijeron a la vez la niña y el niño.
Después siguieron cavando y yo me giré y miré la casa como si de repente hubiera envejecido en ese escaso momento, vieja y demacrada y tan fría que temblé al pensar el frío que tenía que hacer en la sala de vela tras las persianas.
El silencio de la casa y la carretera era como un mar que de repente se expandiera infinitamente alrededor mío. Al alejarme, el llanto del niño, el canto del petirrojo, el grito de las golondrinas, cayeron en ese oscuro silencio sin romperlo, como lágrimas en un profundo mar. Y miré hacia la casa y vi que el alma del hombre muerto había entrado en ella.