El Club Ambrosía olía a cuerpos, a sudor y a ginebra destilada en bañeras.

Clara notó ese olor antes siquiera de bajar las escaleras. Era denso, pegajoso, como el vapor de un motor apagándose. Se detuvo un segundo en lo alto, escuchando el retumbar del jazz desde el sótano: una trompeta desafinada, el ritmo rápido del piano, un contrabajo desgarrado. Y sobre todo, el calor. Aquel calor insoportable que subía como una respiración enferma desde abajo.

Sabía que no debía entrar.

Pero ya había aceptado la invitación de Kessler. Y si decías no, otra ocupaba tu lugar.

Así funcionaba.

Así siempre había funcionado.

Bajó.

Al otro lado de la librería falsa, el sótano se abría como la boca de una bestia. El techo bajo goteaba humedad. Las paredes de ladrillo rojo estaban manchadas de humo y grasa.

Y la multitud.

Nunca había visto tanta gente junta.

Bailaban como locos: marineros, actrices de segunda fila, músicos negros con la piel brillante y rostros ausentes, mujeres envueltas en vestidos de seda falsa, chicas con los labios pintados en forma de corazón, hombres con el pelo empapado de brillantina. Era un carnaval de mezclas prohibidas. Afuera, en el mundo real, no habrían compartido ni la acera. Allí abajo, sudaban juntos. Se tocaban. Bailaban hasta confundírseles los miembros.

El calor lo cubría todo como una sábana sucia.

El whisky ilegal se servía desde cubos de metal. El ron caribeño quemaba como fuego. El aire olía a perfume barato, a humo de cigarro, a carne y a sudor.

Clara avanzó entre los cuerpos.

La tocaban sin querer. O tal vez queriendo. Brazos. Hombros. Espaldas mojadas.

Nadie la reconoció de inmediato.

Porque allí abajo, todos eran iguales. Todos eran carne esperando su turno para el despiece.

Kessler la esperaba al fondo.

Estaba impecable. Traje blanco. Cabello peinado. Ni una gota de sudor. Un hombre fuera del clima. Rodeado de chicas demasiado jóvenes para entender que ya estaban vendidas.

Ella se acercó con la garganta seca.

—Llegas tarde —dijo él.

—Aquí abajo el tiempo se derrite —respondió Clara, intentando mantener la compostura.

Kessler sonrió con dientes demasiado blancos.

Le sirvió un vaso. Algo ámbar. Algo fuerte.

Ella lo apartó.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Él miró alrededor, como si el club fuera una respuesta en sí mismo.

—Es el futuro. Quiero saber si formas parte de él.

Clara notó cómo el calor se le metía en los pulmones.

Había estado en muchas fiestas. Ninguna como esa.

Demasiada gente.

Demasiada mezcla.

Demasiado sudor.

Y todas esas chicas. No actrices. No bailarinas. Solo chicas.

Ella lo entendió.

Aquella noche no era una celebración.

Era una subasta.

El club era la trastienda del estudio. La verdadera audición.

Se giró.

Kessler la sujetó por la muñeca.

—Si sales por esa puerta, te apagan, Bow.

Ella le sostuvo la mirada. Su piel ardía. El sudor le resbalaba por la espalda. Pero no tembló.

—Hazlo —le dijo.

Kessler no esperaba esa respuesta.

Y en ese segundo de desconcierto, ella le rompió el vaso en la cara.

El sonido fue sordo, casi ahogado por la música.

Kessler cayó hacia atrás.

Nadie gritó.

Nadie se movió.

Porque todos sabían quién era él.

Y sabían quién era ella.

Clara salió caminando.

El calor del club se quedó pegado a su piel hasta mucho después. El sudor, los olores, las caras mezcladas en la penumbra como piezas rotas. Esa noche no regresó a casa. Caminó sin rumbo hasta el amanecer, como si el aire de la ciudad pudiera arrancarle lo vivido.

Nunca contó lo que vio allí abajo.

Los periódicos hablaron del “accidente” de Kessler. Ella no desmintió nada. Tampoco explicó.

Poco a poco, las llamadas empezaron a cesar. Los contratos, a reducirse. Las sonrisas falsas de los productores se apagaron una por una. No la necesitaban. No después de lo que había hecho.

No después de atreverse a decir no.

Cuando la última película se cerró, Clara hizo lo único que le quedaba.

Desapareció.

Se casó con Rex Bell, el actor inocentón de películas del oeste que se metió a político. Y se fue al rancho que él tenía en Nevada, lejos de Hollywood, del ruido, de las fiestas clandestinas y de los sótanos llenos de humo.

Allí, el aire era seco.

El silencio era real.

Y el calor, aunque brutal, no llevaba consigo el peso de las miradas.

En el rancho, Clara no necesitaba sonreír.

Solo existir.

Cada noche, cuando el viento del desierto golpeaba las ventanas, Clara se permitía pensar —por un instante— que el Club Ambrosía nunca había existido.

Hasta aquella madrugada.

El picor detrás de la oreja izquierda la despertó.

Fue al baño. Encendió la luz.

Y la vio.

Una incisión perfecta, delgada como un hilo de mercurio. No era una cicatriz. Era una ranura. El borde metálico brillaba bajo la piel.

Colocó los dedos sobre ella. El contacto activó algo.

El reflejo del espejo titiló.

Durante menos de un segundo, su rostro parpadeó.

Y detrás de la imagen que conocía, apareció otra.

Una malla de fibra óptica, cables negros recorriendo su estructura facial, matrices de datos superpuestas a sus mejillas, a su boca, a sus ojos. Su piel era solo un recubrimiento.

El rostro real de Clara Bow no era más que un diseño técnico.

Una unidad de infiltración tipo “Mnemósine”.

La subasta no había sido para vender su cuerpo.

Era para vender su programación.

Kessler no había mentido.

No la había reclutado.

La había activado.

Aquella noche en el Club Ambrosía no fue el final.

Fue el inicio del protocolo.

Clara retrocedió, jadeando.

Pero el reflejo seguía allí. Ahora constante. Su verdadero rostro.

No sabía qué órdenes dormían en su núcleo.

Ni cuándo empezarían a ejecutarse.

Solo sabía una cosa.

No era humana.

Y nunca lo había sido.