Hay momentos en la vida de un hombre en que empieza a obsesionarse por dos cosas. Uno, cuando alcanza los cuarenta, cuando descubre que ya no es joven y corre el riesgo de volverse imbécil y hacer imbecilidades como comprarse motos o coches deportivos.

El otro es cuando se acerca a, o acaba de traspasar, la frontera de los cincuenta, cuando empieza a preocuparse del futuro. De cuál será su «legado». De cómo le van a recordar, o como pasará a la historia.

Conozco a algunos de ambos grupos, más que nada, porque a mis cuarenta y cuatro, estoy a caballo entre ambos. Y es increíble la de tonterías que hace un hombre preocupado por cómo le van a recordar, o deberíamos especificar, ¡como cree él, que le van a recordar!

Suelen ser hombres muy seguros de sí mismos. Con esa necesidad asociada a participar de, y en, todas las conversaciones. A opinar en todo y responder siempre y en cada caso. Esa necesidad suele ir acompañada de otra, que es poder escucharse a ellos mismos en todos esos supuestos. ¡Debe ser agotador!

Me recuerdan, en ocasiones, a esos perretes minúsculos que, tiritando, se enfrentan airadísimos a mastodontes treinta quilos y un metro más que ellos. Esa necesidad de ir a importunar con muy malas maneras y demasiado ruido a quien, con un solo movimiento con el rabo, te puede desmontar y mandarte a dar un pequeño vuelo sin motor.

No comprendo esas ganas de significarse y de hacerse notar. De, en definitiva, pretender ser alguien. Más aún cuando por causa de querer ser «alguien», dejas de ser «tú». Con lo bien y tranquilo que se está siendo uno mismo, o mejor aún, ¡siendo nadie!

Cuando no eres nadie, o mejor dicho cuando eres consciente de que no eres nadie, no haces tantas idioteces. Es pura estadística: si no necesitas hacer cosas, tienes menos números de acabar haciendo cosas imbéciles. Pero ser consciente de que no eres nadie no tiene por qué asociarse con abandonarse, con dejarse, o con renunciar al mundo. ¡Al contrario! Al no necesitar hacer cosas para poder «ser», aquello que se haga, será genuino. Es más. Tendrá más posibilidades de realización satisfactoria, ya que no habrá (tanta) necesidad de reconocimiento externo. Y esto, cuando se junta a la sabiduría que viene de comprender que el único cambio verdadero posible es el interno, le hace a uno imparable.

Cuarentones, cincuentones, hombres y congéneres todos. Dejad de joder ya con la pelota. Olvidad esos proyectos vuestros para pasar a la historia. Cejad en vuestras ansias de conseguir un párrafo en un libro, o una placa en un edificio. La antigua inscripción «Aquí cagó Norberto el de Ponferrada», que aparecía en los cómics de Azagra, no la vais a superar. Además… ¿quién es o era, Norberto? ¿Existió?

En serio, cejad. Vosotros viviréis más tranquilos. Pero lo que es más importante, dejaréis tranquilos al mundo, que no tendrá que aguantar vuestras imbecilidades, ya sean desenterrar muertos o sufrir vuestras interminables verborreas a cualquier expresión de cualquier cosa en cualquier lado. Y lo que es mucho más importante, nos daréis un respiro a los hombres normales, a los que no somos nadie, ni queremos serlo, a los que hasta ahora pretendéis usar para hacer el trabajo sucio de vuestros planes de futuro. ¡Dejadnos dormitar en paz! Yo, como los San Bernardos, solo quiero que me dejen dormitar en paz y, de vez en cuando, menear un poco el rabo.