No soy muy partidario de las conmemoraciones institucionales. Cuando se pone en manos de la política el recuerdo de algún hecho histórico, al final una mezcla de ignorancia y oportunismo acaba diluyendo el homenaje y su importancia. Así ha ocurrido por ejemplo con el Día Europeo de la Cultura Judía, en el que la cultura judía se trata como si fuera la cultura sumeria o la hitita, una cultura desaparecida en la noche de los tiempos y que no tiene representantes contemporáneos.

Algo similar ha ocurrido con el Día Internacional en Conmemoración de las Víctimas del Holocausto. Ya comenzamos mal con el nombre, que debería ser Shoah. Y en cuanto a los actos en sí, en los países donde tuvo lugar todavía se ha mantenido una cierta dignidad y rigor a la hora de hacer los homenajes. Pero en España, que une su ignorancia a la nula voluntad de reconocer que su régimen actual es el heredero de un aliado del nazismo que colaboró primero en la entrega de judíos y después en la huida de los perpetradores, se ha convertido en un esperpento.

Y así, quien tiene la responsabilidad de hacer el homenaje institucional más destacado, se dedica a pronunciar vaguedades.

Un partido de gobierno tiene por lo visto problemas para mencionar a los judíos, las víctimas a las que está dedicado el día, así que tiene que hablar de personas.

Por no hablar de ratas de cloaca que ante una cancelación del acto en el Parlament totalmente justificada por una situación extraordinaria tratan de hacer creer que ha sido por desconsideración al día.

Mención especial hay que hacer también a los que se parten el pecho como luchadores de la libertad, como los verdaderos antifascistas, altermundialistas y progresistas. Porque pueden estar partiéndose el pecho en el homenaje, ser los guardianes de la banalización de la Shoah… y luego sin despeinarse hacerle “bromitas” sobre jabón a un judío.

Para luego hacer ver que rectifican y en cambio reiteran el mensaje.

Pero hay además otro problema en un homenaje de este tipo, aunque no se trata ya de la ignorancia de la gentualla mencionada, sino un problema historiográfico más de fondo debido a la Guerra Fría.

Por las circunstancias de la guerra, los Aliados occidentales solo encontraron en su camino campos de concentración, que aunque por supuesto eran parte de la maquinaria de liquidación nazi, no eran el absoluto horror de los campos de exterminio que liberaron los soviéticos. La Guerra Fría incomunicó ambos lados de Europa, así que durante décadas el relato occidental sobre la Shoah solo tuvo un acceso limitado a lo ocurrido en los campos de exterminio y la imagen del funcionamiento de un campo quedó algo “suavizada”.

Los grandes medios como la televisión y el cine que podrían haber hecho difusión de toda la realidad, muy comprensiblemente y para poder llegar a todos los públicos, también han tenido que ofrecer imágenes más “suavizadas”. De hecho hasta la fecha creo que el único que ha tenido el valor de mostrar Auschwitz en toda su crudeza ha sido Lázló Nemes en la magnífica El hijo de Saúl.

Y no solo eso. Los campos de concentración y exterminio solo abarcan la mitad de las víctimas de la Shoah. Hay toda una mitad que fue ejecutada a sangre fría, cara a cara. Nuevamente, al haber ocurrido todo en el Este de Europa, durante décadas Occidente ignoró o apenas supo de esta vertiente mucho más cruda y terrible de la Shoah.

Y así, entre esta “historia oficial” y el lógico miedo a ser demasiado explícitos en un acto público ha acabado creando una cierta imagen de la Shoah como algo perpetrado por nazis, conocido solo por sus jerarcas y totalmente ajeno a las poblaciones vecinas.

Y queda olvidado que la Shoah fue también por ejemplo este pogrom en Lviv, con los habitantes de la ciudad, niños incluidos, participando.

O como la matanza de Babi Yar, en la que en tres días fue ejecutada toda la población judía de Kiev y alrededores por parte de soldados alemanes. Soldados que si sobrevivieron a la guerra, volvieron tranquilamente a sus casas y siguieron con sus vidas y construyendo las familias que no pudieron tener los judíos a los que le metieron una bala en la cabeza.

Por no hablar de la matanza de Odessa, donde el ejército rumano se empleó tan a fondo y tan brutalmente que incluso las SS se horrorizaron y les pararon los pies. Y tantos y tantos ejemplos…

Y es muy importante tener todo esto en cuenta, porque la Shoah no fue el acto de cuatro dirigentes nazis. Fue una acción colectiva de varios países europeos, con su población indiferente a ello o participando voluntariosa y ansiosamente. Y por supuesto, los nietos no son los culpables de los crímenes de sus abuelos. Pero en un tiempo en el que la extrema derecha resurge con fuerza en lo que el historiador Timothy D. Snyder bautizó muy acertadamente como las “Tierras de Sangre”, reivindicando los grupos colaboracionistas con los nazis como “patriotas”, es importante recordar la vileza y bajeza de quienes vivieron aquellos hechos.

Celebro y entiendo las buenas intenciones de estos homenajes. Pero si las instituciones no están suficientemente preparadas, hacen actos descafeinados o incluso se atreven a usarlos para sus fines políticos, es mejor que se abandonen estos homenajes huecos. Que queden en manos de quienes verdaderamente sufrieron y de sus descendientes. Son quienes han de mantener vivo el recuerdo y garantizar que no se tergiverse.