Con el café de la mañana tomó exactamente las mismas pastillas que antes de irse a dormir, un combinado perfecto de benzodiazepinas y antidepresivos tricíclicos. La misma rutina que los cuatro años anteriores, pero con dosis más altas. Se miró al espejo. La cabeza mal afeitada que apenas disimulaba su pronta alopecia, barba crecida y salpicada de blanco en el mentón. Ojeras y pómulos marcados. Su inactividad le había obligado a cambiar su cómodo piso en la zona alta por un cochambroso sobreático en el centro de la ciudad. Abrió la nevera y lo único que encontró en ella fue una leche agria y un pimiento muerto, probablemente, por inanición.

En un sobreesfuerzo poco habitual, se vistió, tapó su cabeza con un gorro de lana y bajó al bar a desayunar.

—Un cruasán y otro café, por favor —le dijo al camarero.

—¿Otro café? —preguntó él algo confundido.

Se dio cuenta entonces de que el tipo no era adivino, que no sabía que el primero se lo había tomado en casa, y algo decepcionado le aclaró amablemente con todo el lujo de detalles del que fue capaz:

—Cruasán y café, por favor.

Comiendo por inercia, consultó las noticias en su móvil, aunque hacía ya tiempo que el mundo y sus gentes le importaban bastante poco. Tampoco su propia existencia, pero para acabar con ella se necesitaba valor. Sin extenderse mucho en su visita, alzó la mano con la tarjeta de crédito para que le cobrasen.

—Disculpe, señor Rodr, pero me pide el PIN. A veces lo hace si ha hecho varios pagos en poco tiempo.

No necesitaba tanta información, pero tecleó sin quejas, recuperó el plástico y se dispuso a volver a su refugio. Estaba mareado. Demasiadas pastillas o poca comida, quién sabe. Salió del bar y se apoyó un momento en la pared, cerrando los ojos para recuperar las fuerzas.

—¿Señor Rodr? —dijo una voz femenina frente a él.

Sin demasiado interés, abrió los párpados y la observó. Era casi tan alta como él, y eso la situaba, como mínimo, en más de un metro ochenta. Morena y con gafas. Siempre se fijaba antes en los pequeños detalles, así que primero vio un par de pequeños agujeros en su piel, recuerdo de lo que habrían sido piercings, para después mirarle la figura.

«Por lo menos está buena».

—El mismo, pero no hace falta que me llames señor.

—Así te ha llamado el camarero.

Dedujo que habría coincidido en el interior del bar, lo que no entendía es por qué lo había seguido hasta el exterior.

—Estoy bien, gracias.

No pudo evitar mirarle los pechos, pero confió en que el mareo disimulara lo que parecía por otra parte evidente.

—Estoy aquí —dijo ella consciente de lo que pasaba.

—Perdona, quizás eres demasiado alta —se defendió con aquel absurdo ataque.

—O tú, simplemente, me estás mirando las tetas.

Enric se frotó los ojos, se acarició el tabique nasal, y dijo:

—Vale, lo que tú digas, ¿puedo irme ya?

—Puedes irte cuando quieras, gilipollas, solo quería comprobar que estabas bien.

La esquivó y siguió su camino. No estaba en las capacidades ni físicas ni mentales como para comenzar una discusión, pero, unos pasos más tarde, se giró para volver a dirigirse a ella:

—Perdona, no es mi día.

—Ok —se limitó a responder la misteriosa chica.

—Pues eso, que disculpa —insistió.

Ahora era ella la que estaba apoyada en la pared y lo miraba con una mezcla de pena e indiferencia. Enric, desconcertado, inquirió:

—¿Tú no vas a pedirme perdón?

—¿Por? —repreguntó ella después de unos segundos y sacando un cigarrillo liado del bolsillo para prenderle fuego.

—¿Por llamarme gilipollas?

—¿Qué pasa con eso?

No parecía que el diálogo fuera a ningún lado, pero tampoco tenía nada mejor que hacer.

—No me suelen insultar por la calle.

—Ah no, yo no insulto, era tan solo una definición que puede ser, o no, transitoria.

A Rodr le hizo gracia la respuesta, y pocas cosas le hacían gracia últimamente.

—Vivo en el edificio de enfrente, ¿te puedo compensar invitándote a un café? También tengo un pimiento mohoso en la nevera que me ha dado pereza tirar a la basura.

—Suena tentador —respondió ella poniéndose en marcha.

Ya en su casa lo primero en lo que pensó la invitada es en que olía a cerrado y a tristeza, por ese orden. El reducido espacio, que consistía en un pequeño salón, una habitación, un baño y una minúscula cocina americana, estaba desordenado y abarrotado de libros.

—Por favor, no fumes dentro del piso —le dijo.

—¿Tienes miedo de que huela peor?

—No me gusta el olor a tabaco.

—Ni a mí que me miren las tetas sin mi permiso, ya ves —replicó expulsando el humo teatralmente—. Me llamo Anna —dijo apartando algunos libros y sentándose en el sofá, utilizando de cenicero un plato sucio que encontró sobre la mesita.

—Yo me llamo Enric —dijo él rebuscando entre la cocina.

—No busques más, no bebo café —afirmó la chica.

—De acuerdo Anna. ¿Pimientos podridos consumes?

Sonrió, por primera vez desde que se habían conocido. Se miraron, fijamente, pero sin que llegase a ser incómodo.

—Antes te he mentido, es verdad que te… miraba… Perdona.

—Yo también te he mentido, me encanta que me miren las tetas.

Otra sonrisa, pero esta vez fue él. Anna apartó varias cajas de medicinas de la mesa y dejó allí el plato sucio con el cigarro aplastado en él.

—¿Y a qué te dedicas, Srta. Anna? —preguntó sintiéndose ridículo al momento, consciente de lo trillada de la pregunta.

—Soy programadora.

—¿Una hacker? —dijo él intentando hacerse el gracioso sin conseguirlo.

—Más bien como el personaje ese de tu novela, ¿cómo se llamaba? Darknet.

A Rodr se le abrieron los ojos exageradamente, hacía años que nadie le reconocía. En el mundo editorial, o eras un genio o morías pronto y solitariamente.

—¿Así que sabes quién soy?

Anna rio. Le miró de arriba abajo y contestó:

—Pues claro que sé quién eres. Ya veo que lo de gilipollas va a ser más crónico que transitorio.

Entonces a Rodr le entró inseguridad, pensando que lo conocería por la bizarra escena acontecida en el Sant Jordi años atrás, y no por su prosa. Sin embargo, había nombrado una de sus novelas, y no precisamente la más popular.

—Pues entonces ya sabes que soy escritor —dijo manteniendo la compostura.

—Ex escritor, llevas años sin publicar una mierda.

Lejos de ofenderse el autor se sintió halagado de que aquella misteriosa mujer, de edad similar a él, supiera algo de su biografía.

—¿Cuántos libros míos has leído?

—Probablemente todos —dijo ella—. He tenido tiempo, ¿sabes? No eres muy prolífico que digamos.

—¿Y alguno te ha gustado?

—Alguno.

—Sería de buena educación que me dijeras cuáles —atacó él.

—También que te quitaras el gorro estando en interior, pero no lo has hecho ni en el bar ni en tu casa. Ya no quedan galanes como antes. ¿Qué puedo decir? Esos tipos que fumaban elegantemente y no se convertían en yonkis con receta, drogatas que se llenan las venas de mierda sin esperar un subidón a cambio, la cúspide de los… gilipollas.

Se dio cuenta entonces el anfitrión de que Anna no era una mujer de pocas palabras, tan solo habría pensado que no se las merecía en un principio. Aunque no sabía cuál de las dos actitudes era peor.

—¿Conoces también mi historial médico? ¿Sabes quizás qué se siente cuando una niña se vuela la tapa de los sesos frente a ti junto al imbécil de su padre?

—Uff, qué pereza. Ahora la pena, el pobrecito ex escritor que ya no teclea porque está bloqueado por un hecho traumático. El falso altruista que no puede dormir por las noches porque no pudo salvar a un par de indefensos anormales. ¿Con eso crees que me quitaré las bragas? Claro que, con toda la mierda que tomas, no creo que se te levantara ni poseída por la mismísima Afrodita. ¿Fantaseabas con ello cuando me has invitado a tomar un café? Si ni eres capaz de encontrar la cafetera, ¿cómo vas a encontrarte la…?

Enric Rodr había tratado en su época con toda clase de taradas, pero nunca con nadie tan rápida y directa como ella.

—Pero, ¿quién coño ha hablado de follar?

—Tus ojos… gilipollas. Supongo que antes tu fantasía era estar en un cuarteto con algunas de tus groupies, pero ahora debes anhelar simplemente empalmarte lo suficiente como para hacerte una paja.

El autor se quitó al fin el gorro, lo estrujó entre las manos y lo tiró sobre la mesilla. Estaba desconcertado, ofendido y desarmado.

—No entiendo nada, ¿qué hago contigo? Si lo único que has hecho es insultarme desde que te conozco. Soy un puto desgraciado.

—Uy, espera, que ya vuelve la pena. ¿Harás pucheros?

Él apretó la mandíbula, con rabia, pero atraído por aquella extraña personalidad.

—Pues nada, si no tienes nada más que decirme, si te parece lo dejamos aquí —dijo levantándose, señalándole la puerta dramáticamente.

La chica se levantó y fue hasta ella, la abrió, y antes de salir le dijo:

—Así sois los coñazo-autodestructivos, buscáis excusas para estar tristes. Dices que te insulto, y sin embargo aún no has entendido que te leía, y no suelo leer cosas que no me interesan. Por cierto, mi novela favorita de ti es La delgada línea…