Aquella mañana había salido el sol. El día parecía menos frío, la jaqueca menos intensa, casi pudo prepararse un café sin temblar. Era pronto y aprovechó para salir a correr un poco, todo le parecía un poco más bello que los días anteriores. Los quioscos abriendo sus persianas, los repartos, la ciudad preparándose para afrontar el día. No se sentía en forma, pero estaba dispuesto a mejorar, poco a poco. Una niña pequeña aferrada a la mano de su padre, camino del colegio. Le recordó el maldito día que todo cambió, pero consiguió sacarse la imagen de la cabeza, sorprendentemente rápido. Supuso que era lo más parecido a estar de buen humor.

La actividad en las calles fue creciendo y decidió emprender el camino de regreso a casa, en su cabeza estaba encontrarse con Anna en el bar. Se había ido de su casa hacía pocas horas y ya la echaba de menos. Trotaba, un poco ensimismado, cuando cruzando la última calle que le separaba de la suya algo le hizo parar en seco. Instinto, seguramente. Delante de él una moto pasó a toda velocidad, saltándose el paso de peatones, pudo sentir el viento al estar a punto de atropellarle. Con el corazón agarrotado, siguió la trayectoria del vehículo con la mirada. Esta hizo un extraño, probablemente recuperándose de la maniobra de esquiva contra él, perdió el control y se estampó directamente contra una mujer que tiraba unos cartones en uno de los contenedores de reciclaje. Dos cuerpos despedidos, estruendo y doscientos kilos de metal.

Enric se acercó lentamente a la escena, incapaz de reaccionar con más celeridad. La moto estaba hecha añicos empotrada contra un coche aparcado. El motorista se lamentaba a bastantes metros del primer impacto, y la mujer…

La mujer era la vecina del primero, una agradable señora de setenta años que siempre le había tratado bien desde el día de su mudanza. La sangre cubría su albornoz, ocultando por completo el estampado. Bajaba siempre a primera hora para reciclar. Antes de desayunar, antes de vestirse, antes de todo.

No iba a volver a hacerlo.

La gente fue llegando, arremolinándose. Rodr era incapaz de reaccionar, una fuerza invisible le presionaba el pecho. No era capaz de recordar con claridad. ¿Había parado justo antes de que la moto estuviera a punto de llevárselo por delante? ¿Era el motorista quién le había esquivado? A la pobre anciana poco le importaba ya, estaba inconsciente, quizás muerta. Algunas personas llamaron a las asistencias, otras socorrieron al motorista, conscientes de que era el único que tendría alguna oportunidad.

Enric Rodr solo observaba, como un convidado de piedra.

«Otra vida», pensó. Le había robado la vida a otra persona. Ese montón de basura engrasada para correr debía impactar contra él, pero no lo había hecho. Su mano derecha comenzó a temblar, como nunca, de manera incontrolable. Otra mano la agarró con dulzura, deteniéndola. Cuando giró la cabeza se encontró con Anna.

—Ni lo pienses —fue lo único que dijo.

El escritor balbuceó algo, pero fue interrumpido:

—Ni se te ocurra pensarlo.

Entre la gente algunos gritaban y pedían ayuda, de fondo se oían las sirenas, pero él consiguió aislarse de todo y de todos. Solo veía a Anna la programadora, que le miraba con ojos comprensivos pero severos, indicándole que no iba a permitirle caer de nuevo en un pozo. Se besaron, entre el caos y el dolor, dos personas besándose. Lo grotesco mezclándose con lo poético.

—Querrán hablar conmigo —dijo el autor viendo que Anna le tiraba de la mano, animándole a irse.

—Tú, no existes, cariño —respondió ella—. Hoy no.

La programadora lo arrastró hasta su edificio y lo metió en el montacargas, apretando el botón que los llevaría al ático y volviéndole a besar, apasionadamente. Un beso de pasión, lascivo, sin condescendencia. Enric correspondió, aquel cuerpo casi tan alto como el suyo, tan deseado, era lo que le separaba del dolor que sentía. El ascensor llegó a su destino, pero no se detuvieron, entrelazando sus lenguas, con la pierna de ella en la entrepierna de él. Enredados, con las manos de ambos explorando sus cuerpos. En la calle se oían las sirenas, o quizás ya no. Sus respiraciones aceleradas eran demasiado fuertes para oír algo más.

Entraron en su piso, se separaron y se quedaron uno frente al otro estudiándose. En medio del salón, simplemente observándose. Estaba más guapa que nunca, con un vestido corto y medias, en contraste con el chándal de él, esa mañana, parecía una princesa. Anna se quitó el vestido, a una distancia prudencial, expresando con su rostro que aún no se podía acercar. Se quitó entonces el sujetador, mostrando los pechos que tanto le gustaban al anfitrión. La imitó, quitándose la parte de arriba, mostrando un torso delgado, castigado, marcado por sus costillas. Se miró a sí mismo, acomplejado.

—Yo follo cerebros, no cuerpos —dijo ella consciente de lo que estaba pensando.

El resto de ropa del demacrado escritor se lo quitó la programadora, con delicadeza, sin dejar de mirarle a los ojos, combinando la sutileza de sus movimientos con el fuego de su mirada. Por la mente de Enric pasaba de todo. Deseo, dolor, tristeza. Sintió que un ser superior le había mandado al motorista, recordándole lo insignificante que era, una especie de “Ey, no te flipes, que un perdedor es un perdedor”. Pero por otra parte una preciosa, interesante e inteligente mujer parecía dispuesta a hacerle olvidar el mundo.

—La vida duele —dijo él, desnudo.

—A mí lo que me duele es que no me toques —contestó ella poniéndole las manos en sus senos.

Sus cuerpos pronto se convirtieron en uno solo. En el suelo, haciendo el amor, el puzle de Anna la programadora parecía completarse, tener sentido. Por un rato no hubo dolor, solo placer, cariño, comprensión y deseo. Cuando terminaron, dijo él:

—La próxima vez podríamos ir a la cama.

—Te he visto tan necesitado que no estaba segura de que pudieras soportar el trayecto hasta allí —respondió ella entre risas.

Hablaron, durante más de dos horas. Acariciándose, redescubriendo sus cuerpos. Luego se trasladaron a la cama, donde aprovecharon para volver a follar. Y así estuvieron durante todo el día. Oscureciendo, sin que ninguno de los dos hubiera desayunado, comido ni nada por el estilo, Anna se quedó dormida. Él no dejaba de observarla, parecía que roncaba, pero en realidad gemía. Entre sueños. Gemía.

«Mi pequeña ronqui-gemidos».