Algo le preocupaba. Él, que había sorteado tantas afrentas, que había logrado el control de su imperio a base de firmeza, estaba preocupado. Empezaba a pensar que favorecer a Aman había sido un error. ¿El emperador cometiendo errores? Nadie lo admitiría nunca. Habría que estar bastante loco para decir, en palacio, que el emperador se equivocaba, pero él lo sabía. Y eso le molestaba.

Aman, un reyezuelo occidental, descendiente de los bárbaros de más allá del desierto. Era incapaz de comer con la boca cerrada. Siempre riendo a carcajadas y dejando caer trozos de comida. Un asco. ¿En que estaría pensando cuando le dio por ennoblecerle, en darle poder y ofrecerle tan magnífica posición? Y encima en la capital… Y entonces lo recordó.

Fue en esa fiesta. Bebió demasiado. El recuerdo de Vasti, tan regia, tan altiva, tan… altanera… ¿Por qué hizo aquello? ¿Qué más le daba venir con los eunucos? Su belleza habría resplandecido aún más… Pero recordó que ese día había bebido demasiado, también. El deseo de mostrar la belleza de su esposa provocó que esta se rebelara –por fin, algún día tenía que pasar. Vasti era una mujer con carácter…–, así que no le quedó más remedio que mandarla de vuelta a su pueblo… Porque ésto es lo que se supone que debe hacer el emperador.

«Porque entonces todas las mujeres faltarán al respeto a sus maridos mimimí». Menuda idiotez. Si un esposo no es capaz de ganarse el respeto de su mujer por si mismo, ¿lo conseguirá un edicto? Pero el emperador debe mantener la paz. Y los eunucos fueron muy «persuasivos»… La cosa tenia narices, también. Los eunucos, que no tenían esposas, diciéndole a él, ¡al emperador! que debía tener cuidado y hacerse respetar por una mujer, aunque fuera a la fuerza…

Sorbió otro trago de vino con especias y se quedó mirando el interior de la copa. ¿Por qué estaba pensando aquello? Ah, sí. Tras lo de Vasti se sentía solo. Aún bebía más cada día. Y luego llegó el bárbaro de Aman, con sus dientes y su boca babeante y sus risotadas y sus migajas cayéndole mientras comía y reía con la boca abierta. Y en una noche de borrachera le tocó con su cetro. Odiaba tanto a su imperio, a sus leyes, a su absurdo «deber de mantener la paz y las fronteras»… Se odiaba tanto a sí mismo que decidió nombrar virrey de Susa a Aman, el amalequita.

Al día siguiente la resaca se encargó de explicarle, de muy malas maneras, que no había sido una muy buena idea. Pero los edictos reales no se podían revocar. Otra vez las absurdas leyes del imperio que tanto odiaba.

Siguió mirando cómo las especias navegaban por el vino. Tomó otro sorbo. Esa chiquilla le salvó. Esther llegó, como Vasti, de provincias. Por mucho entrenamiento y por mucha parafernalia, hay cosas que no se pueden disimular. La sencillez, la bondad… ¡el carácter! Esas cosas podían con él. Y el olor. No sabía cómo lo hacían, pero en el harén lograban dar a cada chica un olor sutil y diferente. Y Esther olía a azahar y naranja. Las naranjas le volvían loco. Y también ella. Por eso la hizo su reina.

Pero otra vez los eunucos. «Majestad, debéis tener en consideración a las otras, ya que si no, los sátrapas podrían interpretarlo como un desprecio a su región». Otra tontería de eunucos. Los que nunca podrían tener acceso a ninguna mujer, explicándole a él, al emperador del mundo, que debía acostarse con algunas de las hijas de los sátrapas. ¿Que lleva a un padre a querer que alguien se acueste con su hija? Sin duda esperaba que algún día, algún pensador –o filósofo, como decían los tesalios–, debería tratar estos problemas de fijaciones entre padres e hijos.

Hum… los tesalios. Sabían hacer vino. Si no se equivocaba, el que se estaba bebiendo era de allí. Tomó otro sorbo. Se había perdido otra vez en sus pensamientos.

Tumba de Ciro el Grande, Pasagarda, Irán.
Foto por Truth Seeker – CC BY-SA 3.0.
Fuente, Wikipedia

Ah, sí. Esther le ayudó a dejar de beber. Pero demasiado tarde. Ya había permitido que Aman –que asco recordar sus risas llenas de trozos de pollo– mandara el edicto para asesinar a todos los judíos del imperio. ¿Que le habrían hecho? Si eran un pueblo tranquilo y bastante sumiso.

Nabucodonosor, su antecesor en Babilonia, invadió su país, destruyó su templo y los trajo. Y nunca causaban problemas. Intentaban pasar desapercibidos. De hecho, el gran Ciro, el creador del imperio, les permitió volver a su tierra. Pero muchos decidieron quedarse. A veces, cuando visitaba Babilonia, les veía sentados a la orilla del río. Menudo pueblo raro…

Pero aún así, a Aman le cambiaba la cara cuando se hablaba de ellos. En especial de Mordekhai. El mismo que, tras salvarle la vida en una ocasión a él, al Emperador, nunca reclamó nada para si. El abuelito cascarrabias, que tenía las narices de no hacerle reverencias a Aman cuando pasaba por delante. Le caía bien, el abuelo… Sonrió.

Giró la cabeza y vio el grotesco cuerpo inerte de Aman balancearse, colgado del cuello. Cogió una nuez y se la lanzó. Le acertó en la cabeza. La cabeza del imbécil de Aman. El tonto había puesto en riesgo el imperio. Una decisión arbitraria como la de asesinar sin razón a una parte de sus súbditos, que no solo no causaban problemas sino que en ocasiones le habían salvado la vida… ¿Qué pensarían el resto de ciudadanos al ver que él, el gran rey, no tenía ningún tipo de respeto por la vida? ¿Qué harían, al ver que se destruían comunidades enteras por mero capricho de un bárbaro amalequita? Revueltas. Violencia. Problemas.

Mordekhai no se inclina ant Aman. Autor:  Paul Alexander Leroy

¿Y qué hicieron los eunucos? Callar como…como eunucos. Quizá les debería cortar otras cosas, como la lengua, esas lenguas bífidas que le hicieron desterrar a Vasti; que le susurraban sobre los deseos de padres de mente abyecta, pero que callaron acerca del plan para asesinar a cientos de miles de personas que no habían hecho absolutamente nada.

Sorbió otro trago y se apartó de la ventana. Por suerte, Esther, su bella y fuerte Esther, le había prevenido y había destapado la conspiración. Y el desgraciado de Aman, con su cara grotesca, ¡encima la había intentado violar! Algo había entre esos dos pueblos del oeste. Algo muy viejo y oscuro. Pero él era el emperador del mundo. Y había cosas sobre las que debía distanciarse si no quería perder el control del reino. Tomar partido en esa decisión de su ex virrey mostraría debilidad. Así que hizo la única cosa que podía hacer. Nombrar otro virrey y darle algunas pistas sobre lo que podía hacer.

Y ahora estaba preocupado. No supo cómo reaccionarían los judíos al recibir el nuevo edicto que les permitía defenderse. ¿Lo harían? ¿O aprovecharían para cambiar las tornas? Parecía que habían optado por lo segundo. Lo había hablado con Esther. Esos ojos, ese pelo y esa fragancia le podían… Un poco triste, eso sí, le medio echó en cara la venganza de su pueblo. Se suponía que debían defenderse, no atacar. Que desperdicio de vidas… Ella se encogió de hombros… Aún así, a ella le daría todo, pasara lo que pasara.

Y ahora, lo que esperaba, era que pasara todo lo más rápido posible. Que las cosas se calmaran y poder volver a sus aburridos quehaceres palaciegos. Volvió a mirar la copa. Ese vino tesalio estaba endiabladamente rico. Igual sería buena idea montar una expedición a Tesalia y conseguir hacerse con aquellos artesanos viticultores tan sabios. Sus predecesores lo habían pensado, su padre, Darío el Grande, lo llegó a intentar… pero quizá le tocaba a él, Jerjes, Rey de reyes, Rey de Pérsia, Faraón de Egipto y Rey de las naciones, realizar esas aspiraciones. Además, hacia el este estaba la India, llena de vacas. No le gustaban las vacas. Prefería el vino. Decidió que en cuanto todo acabara, se marcharía a conquistar Tesalia.

Los Dardanelos, desde la península de Gallipolli, por Julian Nitzsche – CC BY-SA 4.0
Fuente: Wikipedia

Dejó la copa en la mesa, sus ojos vieron una naranja. Las manos siguieron las órdenes de su cerebro y la agarraron. Hizo un pequeño corte en la piel y la llevó a la nariz para oler su fragancia. Ah, vino y naranjas. ¿Qué más podía pedirle a la vida?


Para Rut.