El río fluye con calma. Ambas orillas están cubiertas de bosques y entre los árboles se ven las típicas coloridas casas de pueblo de Noruega. Estamos en Karasjok, en la provincia de Finnmark, una región de la Laponia noruega que vive plácida y tranquila. Nada haría pensar que un lugar tan pacífico pudiera haber sido un lugar donde la retorcida mente humana daría rienda suelta a su imaginación ni que un tranquilo río podría convertirse en un instrumento de tortura y muerte para personas traídas a la fuerza desde miles de kilómetros.

En un rincón del pueblo, entre los árboles, un modesto memorial indica que algo no es tan idílico en el lugar. «A la memoria de los prisioneros de guerra yugoslavos que perdieron sus vidas en Karasjok durante la guerra de 1940-1945 y que están enterrados aquí».

Porque Karasjok no es tan solo un plácido pueblo de Finnmark. También es el lugar donde estuvo el Lager IV.

El 6 de abril de 1941 Yugoslavia era invadida en múltiples frentes por Alemania, Italia y Hungría. Dado el intento yugoslavo de defender todas las fronteras y la enorme diferencia en armamento, Yugoslavia no tuvo ninguna oportunidad. En apenas 10 días era ocupada y su territorio dividido entre Alemania y sus aliados u otorgado a Estados títere del Eje como la Croacia independiente de Ante Pavelic.

La operación relámpago había sido todo un éxito, pero la cuestión es que esta vez Alemania no había invadido ni una Dinamarca, demasiado pequeña y sin terreno adecuado para defenderse, ni una Francia dispuesta a firmar armisticios a la primera de cambio.

El fin de las hostilidades fue tan solo el comienzo de una guerra partisana tan intensa, despiadada y cruel que Yugoslavia se convirtió en destino de castigo para las fuerzas del Reich que cometían algún delito (dentro de lo que el Reich podía considerar delito) o que no estaban «a la altura». Fue por ejemplo donde acabaron sus días los guardias de las SS que no lograron impedir la fuga masiva del campo de exterminio de Sobibor.

Los alemanes no tuvieron el más mínimo escrúpulo en sus operaciones en Yugoslavia. Por lo pronto los partisanos eran considerados «combatientes ilegales» sin los derechos y protecciones otorgados a un combatiente enemigo. Durante los primeros meses de la ocupación, la doctrina fue ejecutar al momento a todo el que cayera prisionero. Cuando el número de prisioneros era demasiado elevado, se les llevaba a algún campo de concentración o de exterminio para llevar a cabo las ejecuciones, como testimonió en los juicios de Nuremberg el catalán Francesc Boix, prisionero en Mauthausen:

Se debería prestar atención a la situación de los yugoslavos. Comenzaron a llegar en convoyes, vestidos de paisano, y eran fusilados de una manera formal por así decirlo. Los SS incluso se ponían sus cascos de acero para estas ejecuciones. Se fusilaba a los yugoslavos de dos en dos, vinieron 165 en el primer transporte, 180 en el segundo, después vinieron en grupos pequeños de 15, 50, 60, 30. Trajeron incluso a mujeres.

Es necesario señalar que se fusiló a cuatro mujeres y fue la única vez en el campo de deportados. Algunos le escupieron en la cara al Führer del campo antes de morir. Los yugoslavos sufrieron como pocos pueblos han sufrido. Su situación es comparable solo a la de los rusos. Fueron masacrados hasta el último momento por todos los medios imaginables.

Meses después se optó por un cambio de política. La ofensiva contra Rusia requería cantidades ingentes de materiales y efectivos, así que había que poner a trabajar a los prisioneros del Reich, a ser posible en trabajos imposibles por su dureza. Si los prisioneros morían en el trabajo, dos objetivos cumplidos.

Uno de estos lugares imposibles era el Frente Ártico, en el que Alemania, desde la Noruega ocupada y junto a su aliada Finlandia, estaba intentando alcanzar Murmansk, el único puerto soviético que permanecía todo el año libre de hielo y que era desde la entrada de Estados Unidos en la guerra el principal puerto por el que llegaba el material americano incluido en el programa Lend-Lease Act: munición, armamento ligero, camiones… toneladas de equipamiento que mantendrían en marcha las ofensivas soviéticas.

En el terreno pantanoso y accidentado de Laponia, las carreteras eran el único medio para moverse, carreteras que hasta entonces apenas eran caminos de tierra. Los alemanes necesitaban mejores comunicaciones y una de esas carreteras era la que unía Karasjok con Karigasniemi, en la frontera finlandesa. Se tomó así la decisión de crear en Karasjok el Lager IV y en julio de 1942 llegó un transporte de 350 prisioneros yugoslavos.

El trabajo en la zona ya de por sí era duro. Si a esto le sumamos que el campo era administrado por las SS, podemos imaginar el horror. Raciones escasas, barracones infectos y ejecución inmediata en la obra de todo aquel que no tuviera ya fuerzas para seguir trabajando.

Por si no había suficiente, el sadismo nazi convirtió el río Karasjoka en otro instrumento de tortura. Los domingos el comandante del campo se encargaba de supervisar la «higiene» de los prisioneros. Se les obligaba a bañarse y lavar la ropa dentro del agua, en un río que incluso en pleno verano es muy frío y en otoño tiene ya hielo flotando. Pasada media hora se les hacía salir y el comandante escogía diez o doce prisioneros a los que se obligaba a entrar de nuevo en el agua hasta que morían de hipotermia. Todo esto contemplado desde la orilla por sus compañeros, obligados a permanecer allí desnudos y tiritando.

A medida que se acercaba el invierno y el frío y las largas noches dificultaban cada vez más el trabajo en la carretera, se puso a los prisioneros a cortar madera, tanto para el campo como para abastecer otros lugares. Y otro de los pasatiempos de los SS fue ejecutar a quien no pudiera levantar un tronco por encima del hombro.

En diciembre de 1942 ya no había ninguna manera de continuar trabajando. Los SS reunieron a buena parte de los prisioneros que quedaban, los llevaron al bosque para, supuestamente, ir a talar madera y los ametrallaron. Otros pocos fueron trasladados a otros campos en Alemania para seguir trabajando y algunos lograron sobrevivir a la guerra.

Pero nuestra historia no acabará en la pura desolación. A veces en el horror más profundo queda una luz que da esperanza. Y esta esperanza tendría nombre y apellidos: Kirsten Svening, una mujer sami que acabaría recibiendo el apodo de Mama Karasjok.

Kirsten Svening decidió ignorar la orden alemana de no relacionarse con los prisioneros so pena de muerte y durante los meses que el campo estuvo en funcionamiento se dedicó a ir cautelosamente a la zona de la obra de la carretera o a los bosques donde talaban madera para dejar escondidos paquetes con comida.

Los prisioneros que trataron de fugarse también recibieron de ella comida, enseres y mapas para poder llegar a la neutral Suecia. Uno de los fugados fue un chico de 17 años que cuando ya estaba a 50 kilómetros de Karasjok fue descubierto por un granjero noruego y entregado a los nazis. A pesar de que azotaron al muchacho hasta la muerte, ni él ni ninguno de los prisioneros del Lager IV jamás delataron a Mama Karasjok.

La guerra continuó su curso. Derrotada Alemania y liberada Noruega, los restos del campo de Karasjok fueron discretamente desmantelados. Nadie quería hablar demasiado del tema, sabiendo que Mama Karasjok fue la excepción a la regla y que decenas de noruegos trabajaron como guardias en el campo y fueron a veces más brutales que los nazis, como queriendo demostrar algo a sus amos. Incluso hoy en día cuesta encontrar el memorial, escondido entre árboles en un pequeño camino. Y apenas se encuentra bibliografía sobre el campo.

Los pocos supervivientes del campo en cambio jamás olvidarían ni lo vivido ni a Mama Karasjok. En 1957 Kirsten Svening se reencontraría con ellos en Belgrado, donde Kirsten recibiría la Orden de la Estrella Yugoslava, el más alto honor concedido por la Yugoslavia de Tito. Y durante la visita oficial a Noruega en 1965, el Mariscal no dudó en incluir en su agenda un encuentro con Mama Karasjok.

El río fluye. La gente sigue su vida en este rincón de Europa. Cientos de coches de turistas pasan por la carretera que une Karasjok con Finlandia y sigue hasta el Cabo Norte. Y el bosque mudo e impasible crece, ignorando los cuerpos que yacen bajo él.